jueves, 17 de enero de 2008

Manola. Un cuento de María Marta Smokvina


Manola

(Sobre el retrato de Manola Puntillista de Pablo Picasso, 1917)

La vi, impecablemente de rojo en un tablao de Sevilla, en el barrio Los Naranjos.

La coronaba, era una reina, un peinetón negro trabajado en oro y una mantilla casi invisible que llegaba a su cintura.

El cabello negro, negrísimo, robado a la noche se enredaba en su nuca tentadora.

No podía dejar de reflejarme en esos ojos azabaches profundo. Grandes, tristes, opacos, secos de quizás tanta lágrima.

Después su cuerpo: tormenta, moros, desiertos, gitanos toros, flores, fruta fresca, lunas, soles… todo entre sus brazos fuertes, entre sus huesudas manos escondidas en pulcros guantes blancos. Todo entre sus ropas de gala, impecablemente rojas en un tablao de Sevilla, en el barrio Los Naranjos

Cuando le pregunté quién era, me respondió “una malnacida” y escupió uno a uno retazos de su vida, con profunda pena y sin lágrimas.

Nació con la marca de los que crean y en un mundo de gitanos no fue bien visto. Que baile; sí, que sea la mujer más bella de los tablaos, sí; que sea el adorno del Torero que mata y muere en la arena; sí, que sea la tentación con pollera de zapateos y castañuelas; si. Pero no crear con palabras. Y Manola lo hacía. Por eso era la malnacida.

Aquello de no ser quien era le secó las lágrimas, le robó sonrisas, la invadió de emociones. Y fue la mejor bailaora, tentación en polleras y adorno del Torero que mata y muere en la arena. Pero no dejó de ser poeta. Ni aún cuando él la dejó en definitiva porque no la amaba.

Había conocido al poeta en una taberna y lo amó desde siempre en horas robadas a sus mundos. Como amó los caminos que recorrieron, sus pinturas, sus tejidos escritos, y sus pasionales días con sus tormentosas noches. Y anduvo de su mano los senderos rojos de España. Y volvió por los caminos verdes de los sueños, Y se durmió en los caminos de una ternura simulada, olvidando quiénes eran: él el poeta de exquisito mundo, ella la gitana malnacida.

Una noche la dejó. No más caminos, ni sueños. La dejó por tanto y por nada Manola vació su mundo y se entregó dando su mejor obra a aquel que la abandonaba.

Así se desnudó ante mí: rebelde, orgullosa, inmensamente triste, secamente sola. Hermosa, distante. No miraba a los ojos a este desconocido que le preguntaba quién era, maletín brilloso de médico recién recibido en mano. Tampoco lo hacía el torero que mata y muere en la arena.

Con un gesto helado la envolvió en su mantón para mezclarla con sus tragos madrugadores. Aquella noche, Manola me había hablado en penumbras mientras dibujaba sobre la mesa gastada algunos versos que la ataran a la vida. La misma que se escaparía esa noche sin aviso ni retorno.

Verano en Sevilla, Noche. Una insolente luna entra por las endijas de la ventana. Una guitarra acaricia mis ojos. Plateada, pesada la brisa roba mi calma.

Veo a Manola en chispazos. También al torero que mata y muere en la arena y al poeta sin alma. Manola me inquieta en vientos, en olas que suben hasta mi garganta, desde mi boca que la desea a mi corazón que la nombra.

Cada atardecer que volví al tablao me la topé… sin brillo ni risa, sin emoción, deliciosamente dulce.

Cada madrugada que compartí con ella la vi morir con el gesto helado del Torero llevándola en sus brazos con aliento de vino en bota. Cada noche soñé con su voz espinosa, con su piel aceitunada de perfume invitador y alma seca.

¿Quién sabe de Manola? Disparé en el tablao a todo el que se me cruzaba, lo mismo que todas las lunas que se sucedieron a esa primera.

En la mesa gastada me senté con su carta en la mano. Contemplé largo rato el sobre que me dieron como única respuesta. Letra redonda, fuerte, con pocos sorbos de vida dictándola.

La extrañaba como se extraña al confidente a la hora del secreto, el amante a la hora de las estrellas, al pan en la hora del hogar. Y si no lloré era por hombre, aunque me invadía el más viril de los sentires: el necesitarla.

Tiré la carta para que no siguiera castigándome y busqué el aire salvador de penas en la calle, salvador también del Usted que la encabezaba.

Usted:

Hoy mataré o seguiré muriendo. Y necesitaba escribirlo con tinta, grabarlo en el papel.

Usted será mi testigo, mi llave secreta, mi santo sudario, mi confesor, mi único amigo. Guarda usted mucho más de lo que yo misma atrevo a confesarme y le debo el reencuentro con el escribir que me desangra.

Hoy mataré o seguiré muriendo, que es el mismo camino pero en orillas opuestas. Por eso cuando hoy el reloj de la Gran Torre dé las once, clavaré un puñal en el hombre que me arrastra cada noche. Me cobraré penurias, arrebatos, dolores, ausencias, traiciones, marcas de alma y cuerpo que llevo como trofeos triunfales. Quiero que lo sepa. Lo mataré por él poeta a quién no me atrevo por amarlo.

Si no vuelvo, vaya a Madrid y entregue este sobre que le dejo, Lo recibirán unas manos blancas muy mías muy en lejanas noches, detrás de unas rejas negras en una casa perfumada de azahares donde entré pasiones a escondidas, en cuyas habitaciones corretea un destello maravilloso de mi vientre.

Hoy mataré o seguiré muriendo.

Brinde por mí esta noche, o eleve una oración. Me hará falta.

Manola

Nunca más volví a verla. Por eso creo que en el nunca, por la insistencia de su ausencia. Alguien me dijo que la encerraron en una prisión de Cádiz por la muerte de aquel hombre. Me hablaron también que había matado al Torero más famoso de Sevilla con palabras filosas y bruja reservadas a gitanas malnacidas como ella. Por eso no había más prueba que manchas de sangre en su vestido impecablemente rojo. Ni cuerpo ni arma que la inculparan. Escuché también de su destino en un hospicio perdido en Sierra Nevada. La busqué sin respuestas. Necesitaba anclarme a Manola.

Entonces marché a Madrid, busqué la dirección y llamé a la puerta con el sobre de letra fuerte con pocos sorbos de vida dictándola. No levanté la vista, la fijé en esos dedos fríos manchados con letras. Mediaron pocas palabras y sin más me fui.

En el último tramo del patio que me separaba de la calle agitada, una pelota me golpeó. Detrás de ella lo descubrí; aceituna su piel, risa y atrevimiento corriendo en busca de su juguete. Sentí la extraña presencia de Manola en ese niño hecho de viento y de sol.

Pasaron años. Salvé vidas. Muchas a cambio de aquella. Juré pocos amores… en realidad mentía pues ya tenía uno. Lloré, pero siempre a solas. Luché. Temí en silencio. Envejecí. Me cansé de vivir. Y siempre recordé a Manola. Siempre recordé al poeta de dedos manchados de letras que en este tiempo escribió versos, publicó libros, ganó premios. Y al moreno niño que corría en la tarde de Madrid detrás de la pelota mientras lo llamaban “hijo” desde las rejas negras perfumadas de azahares en aquella casa. El mismo que hoy escucho en colmados conciertos como el mejor guitarrista que ha dado España.

¿Qué fue de Manola? Nadie lo supo, Fue librada a su suerte. Suficiente castigo para la que había dado muerte sin arma ni cuerpo al Torero más famoso de Sevilla.

Alguna vez creí verla vendiendo manteles en Plaza España, o repartiendo olivos en la mezquita de Córdoba. Muchas veces la vi perdida entre los llantos no llorados a tiempo, en palabras no dichas, en caricias no dadas.

Ya tengo casi noventa años. Una sonrisa tibia se me escapa mientras pienso en su belleza lunar que me regaló a suspiros antes de marcharse. Marcharse por tanto y por nada, como lo había hecho el poeta sin alma.

Hoy es día de fiesta en Málaga. Málaga de julio, engalanada y bulliciosa. Veo a mi nieta acorazada en su traje rojo manola y escucho la canción que baila. La guitarra que suena habla de un niño moreno, del Torero desangrado, de un tablao en Sevilla en el barrio Los Naranjos, de una Gitana que busca a la maja muerte. Reconozco a esa guitarra como siempre, como en cada teatro del mundo donde hable. Y le pedí perdón llorando.

Lloré por cada noche que busqué su cuerpo pegado al mío, jóvenes como entonces. Lloré por la lealtad de la gitana que vuelve a mi amargo ocre mientras miro a mi nieta. Recuerdo en fogonazos.

La noche de la carta salí del tablao hacia lo del Torero más famoso de Sevilla. Como furiosa tropilla entré y maté yo mismo su hermosura, su esculpido cuerpo de crueldad. Manola desnuda, llorando cada golpe recibido esa y otras tantas veces, lo tapó con su traje confundiéndose los rojos en un solo espeso y aterrador. Era mal signo, era la muerte.

Supe que la amaba, por eso lo maté, por cada golpe que la mantilla ocultaba, por cada herida que su noche de pelo guardaba, por cada ultraje que silenciaba y de los que había sido testigo ausente.

La besé en silencio como un juramento, sin soltar el puñal salvador y condenatorio al mismo tiempo.

Me deshice del cuerpo con la complicidad del Guadalquivir y su sombra.

No sentí en el rostro desencajado de Manola el “hasta nunca” que me dedicaba, ni la lealtad de su inculparse para salvarme, ni la congoja de la madre que había sido y que yo recién descubría lejos de ella, sin poder abrazarla.

Nadie escuchó mi confesión… ¿un médico matar al Torero?... -¡No! Fue la Manola, por malnacida y desalmada. De ahí su condena y mi cruz.

A duras penas me pongo de pie sostenido por la columna vertebral de madera que uso de bastón, confesor y recuerdo. Acaricio el puñal fundido que adorna sus entrañas y secretamente me devuelve la memoria, quizás en compensación por el cuerpo que el Guadalquivir jamás devolviera.

Grito Ole a mi nieta que taconea y en susurros rezo un Ole por Manola suplicándole una muerte salvadora para mi alma.

Arrojo un clavel rojo a la arena de esta corrida y beso otro para una gitana divinamente malnacida y eternamente amada.

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